martes, 15 de julio de 2008

Calidad educativa

La educación es un bien público, se reconoce que hace bien al público e incluso, se advierte que distingue al público “bien”.
Al menos en el discurso político, en la argumentación del aula y en la conversación de sobremesa se le cataloga entre los bienes que es necesario atesorar personal y colectivamente.
Como bien público y que a todo el público se le desea obtenga este bien, la educación es un producto social con implicaciones en todas las actividades humanas, sean económicas y administrativas, filosóficas y culturales, personales y familiares, científicas y tecnológicas.
Para asirla, para hacer medible y comparable a la educación, hemos creado índices de desarrollo, pruebas estandarizadas y variados parámetros, entre ellos, número de alumnos por aula, escuelas conectadas a Internet, en fin, tenemos más instrumentos que en cualquier momento de la historia y la complejidad –tal vez perplejidad- nos sigue deteniendo.
Muchas comunidades donan terrenos para la construcción de escuelas como símbolo de su aprecio por el bien que éstas acarrean a los hijos.
Los gobiernos hacen públicos sus logros educativos, se jactan de la construcción de más salones para clase, de aumentos salariales significativos a los docentes.
Las instituciones públicas y privadas se pelean a los pupilos. Se denigra por igual a las escuelas particulares llamándolas “patito” que a las públicas denostándolas por no dar resultados.
En esta guerra estamos todos, ciudadanos exigiendo mejores escuelas, gobiernos prometiendo las perlas de la educación, la iniciativa privada prometiendo el éxito, los maestros pidiendo más recursos, los sindicatos reclamando más prestaciones.
Y sin embargo, “la tierra se mueve” pero la educación no avanza, no parece avanzar o hemos llegado a un punto es donde resulta más difícil medir los avances.
Es posible que al aplicar una encuesta en una comunidad donde este año se autorizó una escuela para funcionar en la Sala de Cabildo del Ayuntamiento, la opinión aparecerá favorable o en algún grado de satisfacción en materia de educación. Podría pensarse que en otro pueblo donde la escuela tiene años funcionando en aulas improvisadas, al aplicar un estudio de opinión, los ciudadanos se muestren insatisfechos porque no se ha logrado la construcción de su edificio propio.
Pero, qué pasa ahí donde las evaluaciones ENLACE y OCDE advierten resultados insatisfactorios en competencias matemáticas y de lectoescritura, si se trata de una escuela hipotética que cuenta con edificio propio y ex profeso para su quehacer, aulas con Enciclopedia, maestros del ILCE –en sentido cariñoso y de grado- profesor de cómputo, instructor de educación física, agua entubada, alumnos desayunados, padres de familia que al menos cursaron completa la educación primaria, libros de texto, acceso a las comodidades urbanas, programa de educación especial, programa de escuelas de calidad, becas, en fin, dentro de la medianía nacional, tiene mucho de lo que otras carecen y dentro de la medianía global, carece de algunas cosas que otras poseen.
Parece claro que ante este último caso, surge ahora un problema no material pero objetivable: el de la calidad, que nos hace volver a viejos adagios populares, a creencias arraigadas en la población y a expresiones comunes entre los maestros: no importa la escuela, el alumno que es buen estudiante donde quiera responde; mételo a la particular porque en la pública faltan mucho a las labores; que ingrese a la universidad privada porque a los de las universidades públicas no los quieren por “grillos”; no lo metas a esa escuela particular porque es patito; el que es perico donde quiera es verde; qué es primero el huevo o la gallina, qué es más importante el maestro o el alumno, a quién preparar primero, al docente o al dicente; los bebés salen del vientre materno sólo sabiendo llorar, comer y ensuciar pañales; los bebitos vienen de su hogares muy inquietos e incontrolables, los niños provienen de la guardería sin controlar esfínteres; los alumnos llegan del Jardín de Niños sin la madurez adecuada; los niños llegan de la Primaria sin saber leer ni escribir; los estudiantes llegan de la Secundaria sin saber nada; los jóvenes vienen de la Preparatoria ignorando casi todo lo que deberán saber; los licenciados –todos los que obtienen licencia del Estado mexicano para ejercer cualquier profesión- llegan al trabajo en condiciones cognitivas deplorables; los postulantes a la maestría del ILCE vienen con deficiencias para llorar tres megabytes a través de la red; y pueden agregarse una colección de expresiones en modo discursivo coloquial, que usan la función referencial y conativa para describirnos el intrincado paisaje de la educación pública y privada nacional.
Utilizando el pensamiento lateral le parece interesante responder a estas preguntas:
¿En su perspectiva, quién tiene la culpa del embarazo, el papá o la mamá?
¿Si su hijo “se ve que va a ser inquieto” –como dicen algunas mamás- se pudiera reingresar al vientre un mes más para corregirlo, lo haría regresar?
¿Si usted es educador en el Jardín de Niños y el primer día estigmatiza al párvulo con expresiones tales como “se ve que es como el alma de Judas” –como acostumbran algunas educadoras-, lo regresaría a su casa, aunque sea, para que sus padres los hagan San Juditas?
¿Si en primer grado el niño llega inmaduro y se sale de la rayita al colorear, lo regresaría al Jardín de Niños –imagine o recuerde algo parecido de segundo a primero, de tercero a segundo, etcétera-?
¿A quién le corresponde elevar la calidad de la educación, a la autoridad, al maestro, al alumno, al padre de familia, a nadie, a todos?
A todos, ¿en qué medida?
Si insiste en que a todos, ¿qué le toca hacer a cada uno?
Si no para de creer que a todos, ¿cómo hacer que cada uno realice lo que le toca?
¿Le metemos más lana, más escuelas, armamos una revolución, creamos líderes, corremos a los malos elementos, traemos profesores del extranjero, nos damos por derrotados…?
A propósito, ¿por dónde empezamos a resolver el problema de la calidad?

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